Sri Lanka: La isla de la eterna sonrisa
A la llegada al aeropuerto de Colombo, el intenso y húmedo calor me da la bienvenida a un país con una historia, riqueza cultural, espiritualidad y naturaleza impresionantes. La generosa y franca sonrisa de mi guía Malin me saluda con una palabra mágica a modo de bendición: “Ayubowan”, que en cingalés significa “larga vida” y que me parece la mejor forma de iniciar mi viaje por la isla.
Mi primera parada está teñida de los vibrantes colores de los hilos y las telas que tejen las artesanas de la comunidad de comercio justo Selyn en Wanduragala. Selyn se fundó en 1991 con la intención de ofrecer un trabajo digno a las mujeres de la zona permitiéndoles la conciliación familiar a la vez que contribuir a generar una red de empoderamiento femenino a través de la fabricación y venta de prendas y objetos de tela fabricados de forma artesanal y local.
Con el repetitivo sonido de los antiguos telares en mi cabeza, me voy a degustar mi primer curry ceilandés, a base de arroz (se cultivan más de 18 variedades de este cereal en Sri Lanka), las famosas lentejas amarillas dhal y pollo.
De camino al hotel en el que pasaré esa primera noche, la carretera aparece como una continuada carrera de obstáculos entre tuc-tucs, motocicletas vintage y autobuses de colores. Todo es bullicio, color y sonrisas en esta isla.
Al llegar a Ulagalla, una mansión colonial de 150 años de antigüedad rodeada de arrozales, enciendo una vela blanca como augurio de abundancia y prosperidad. En Sri Lanka, la religión y la espiritualidad forman parte de lo cotidiano y están muy presentes en el día a día de su población (el 69% de la población es budista, el 16% hinduista, el 7,6% son musulmanes y el 7,5% cristianos).
Los locales dicen que no has probado Sri Lanka hasta que saboreas una comida "Kamatha", una aventura epicúrea a base de antiguas recetas del reino de Ceylán, cocinadas en ollas de barro hechas a mano y sobre fuego de leña, y donde las especias son las reinas de esta experiencia gastronómica inolvidable.
Sin dar tregua al jet lag, me levanto de madrugada para ascender la montaña de Pidurangala y ver la salida del sol frente a la conocida Sigiriya, o “Roca del León”, que es la que normalmente suben la mayoría de turistas.
El ascenso a Pidurangala es algo más complejo que el de la famosa montaña pero la recompensa de ver amanecer desde la cima es increíble. Esa noche, duermo acunada por el croar de las ranas en Santani Eco Lodge, un exclusivo resort sostenible situado a pocos kilómetros de la ciudad de Kandy, conocida como la capital de las montañas de Sri Lanka y por ser el corazón del budismo.
La figura de Buda es omnipresente a lo largo de todo el país. Los templos de Dambulla, un complejo de 80 cuevas dentro de la montaña que albergan más de 150 estatuas de Buda, es una de las maravillas del arte budista de obligada visita y, a día de hoy, se siguen utilizando como lugar de culto para los locales. Allí descubro que no puedo hacerme un selfie con Buda ya que no está permitido darle nunca la espalda a esta deidad.
Ya en Kandy, otro de los monumentos budistas por excelencia: El Templo del Diente. Paseo entre la gran cantidad de mujeres y hombres vestidos de blanco que hacen cola pacientemente para depositar su ofrenda de flores de colores a Buda y pedir que los guíe en el camino de la iluminación para alcanzar el Nirvana.
- Dambulla es un complejo de 80 cuevas que albergan 150 estatuas de Buda de diferentes épocas —
- Las estatuas e imágenes de Buda se construyeron entre el s.I a.C y el s.XIII d.C —
- El Templo del Diente es el principal punto de interés religioso y cultural de Kandy —
- Las flores de las ofrendas simbolizan generosidad y apertura de corazón
Entre los campos de té
En la estación de Kandy me subo a uno de los trenes más icónicos del mundo. El archi fotografiado tren azul de la Main Line, que se construyó entre 1864 y 1867 para unir Kandy y Colombo, cubre el trayecto hasta Hatton y, durante algo más de dos horas, me transporta a los viajes de otra época.
He preferido viajar en tercera clase, junto a los locales con quienes comparto un buen rato de charla y frutos secos mientras el tren atraviesa todos los verdes de las palmeras y las fascinantes colinas de las plantaciones de té y me entretengo haciendo las típicas y, a veces, arriesgadas fotografías, sacando medio cuerpo por la puerta inexistente del tren. Estoy a más de 1.000 metros de altitud y la temperatura es ideal para disfrutar del viaje, del paisaje y de la compañía.
Tras bajar del tren, llego a mi próximo destino: Un precioso bungalow de estilo colonial victoriano en medio de los campos de té y frente al lago Castlereagh, que será mi hogar durante 24 horas. Y digo hogar porque los lodges de Ceylon Tea Trails eran antiguamente las casas de los capataces de las plantaciones de té y hoy en día se han convertido en acogedores alojamientos de pocas habitaciones y zonas comunes como el salón, donde, sentada frente a la chimenea degustando una buena taza de té, puedo curiosear entre los libros de historia y objetos antiguos que forman parte de la cultura y de la vida de ese pedacito de Sri Lanka.
A pocos kilómetros del bungalow, en la fábrica Dunkeld State, descubro que la cultura del té podría ser otra de las religiones de Sri Lanka. Después de que una plaga arrasase a finales del s.XIX las plantaciones de café que habían importado los colonos portugueses, el escocés James Taylor plantó una semilla de té traída de contrabando desde China y así fue como floreció y creció una industria que ha convertido a Sri Lanka en el cuarto productor mundial de té, después de China, la India y Kenia.Aunque todos los expertos coinciden que el té de Sri Lanka es el de mejor calidad debido a las favorables condiciones climáticas de la isla. Junto con la exportación de la canela, la industria del té es de las más importantes del país.
En las plantaciones de Sri Lanka, las mujeres hindúes recogen a mano y con paciencia los brotes de té, llegando a recolectar unos 20kg al día cada una de ellas y a recorrer 16 kilómetros diarios.
Estoy llegando al final de mi viaje pero presiento que aún quedan algunas emociones por vivir. Un hidroavión me espera en el lago Castlereagh para llevarme en poco más de 45 minutos al Parque Nacional de Yala en un vuelo panorámico que me permite descubrir Sri Lanka desde otra perspectiva.
Sobrevuelo las plantaciones de té, los arrozales y los campos salpicados por el blanco de los templos budistas diseminados por toda la isla y paso entre las nubes, muy cerca de Adam’s Peak, la montaña sagrada de Sri Lanka, de 2.243 metros de altitud.
Un safari junto al mar
En Yala, me espera un emocionante safari en lo que es uno de los 20 parques nacionales de la isla. La peculiaridad de éste es que está tocando a la costa, al lado del mar. Elefantes, bueyes de agua, aves, mariposas, cocodrilos, monos y los famosos leopardos son algunas de las especies que es posible avistar en silencio desde el 4x4 acompañada por el ranger.
Esa noche dormiré en un campamento de lujo, en medio de la selva, en unas exclusiva tienda de diseño futurista decorada con un estilo vintage que me recuerda a los campamentos de los safaris de los grandes viajeros y colonos de principios del siglo XX.
Es la primera vez que veo y huelo el mar en este viaje y, la verdad es que… los cócteles contemplando la puesta de sol al atardecer y una cena sobre la arena bajo la luz de la luna con las mesas iluminadas por farolillos de aceite, invitan a quedarse en ese rincón mágico de la isla durante unos cuantos días más.
Pero mi aventura prosigue hasta el final del viaje, en Galle Fort. Este fuerte fue construido por los portugueses en 1588 y ampliado por los holandeses en 1649.
Es quizás la ciudad más “europea” de Sri Lanka, con sus edificios coloniales (algunos de ellos reconvertidos en hoteles boutique con encanto), vibrantes restaurantes, iglesias que conviven con templos budistas y mezquitas, tuc-tucs y automóviles de estética retro y su icónico paseo-muralla marítimos que acaba o comienza en uno de los faros más fotogénicos del mundo.
Sri Lanka es un abrazo para el alma, es una isla que hay que sentir descalzo, una isla para impregnarse de sus colores, aromas y espiritualidad. Para reflejarse en la bondadosa e infinita sonrisa de sus gentes, a quienes ni las invasiones coloniales, ni la guerra civil de 26 años ni el tsunami de 2004, han podido borrar ese espíritu generoso y esa capacidad que los caracteriza de vivir, valorar y agradecer su presente y su día a día.